jueves, 18 de diciembre de 2008

La primavera de Vivaldi

Ayer viví uno de esos momentos críticos, que todos hemos pasado, en los que uno querría estar en cualquier sitio menos en el que está. Por primera vez en mi vida asistía a una función navideña escolar (si no contamos aquella en la que yo fui rubio Gene Kelly, allá por los tiempos de los pantalones acampanados). Había grupos musicales y coros de varios colegios, pero comenzaba la soirée con una orquesta de cámara del ayuntamiento, compuesta por una decena de violines y dos violas. Eran chicos entre 12 y 20 años, aproximadamente, acompañados de su profesor, un hombre canoso y sonriente del que se podía adivinar que había vivido mejores tiempos, musicalmente hablando.

Pues resulta que mi acompañante y yo habíamos llegado a la carrera después de un día asqueroso de trabajo, estrés, carreras a pie, en coche y el follón de siempre para aparcar en el teatro de autos. Yo, personalmente, tenía los nervios de punta y sólo quería tirarme en el sofá en vez de estar allí pasando frío (que lo hacía). Mientras yo conseguía aparcar, rodeado de madrileños que no sé cómo c*ño se sacaron el carnet, pues todos se empeñan en meter los cohes en batería de morro y no de espaldas, mi acompañante se bajó a la taquilla del teatro. Aunque la entrada era libre, había que recoger tickets porque los asientos estaban numerados. Cuando conseguí llegar, me entero de que nos han dado asientos en el centro de la primera fila, probablemente porque llegamos de los últimos y eran los asientos que nadie quería (hoy mi calva debe aparecer en todas las cámaras digitales en 10 kilómetros a la redonda). Salen entonces los anteriormente citados músicos, todos de riguroso negro, se sientan en sus sillas plegables a apenas dos metros de mi cara y abren sus partituras en los atriles. Por megafonía se anuncia que comenzarán su actuación con el primer movimiento del opus nº 8 de Vivaldi: “Las cuatro estaciones”. Notas de afinación, carraspeos en el público, shhhh, shhhhh, me alzo las gafas… circunspección… Y comienzan.

La primera nota no la dio ni uno en su sitio, en la segunda intentaron todos pillarle el tono al que estaba sentado al lado y en la tercera, cuando aquello ya parecía una pelea de gatos, a mí me dio un ataque de risa que me ahogaba. Supongo que era toda la tensión acumulada durante el día y se me salió por ahí. En primera fila, delante de sus mismísimas narices. Más que “la primavera”, aquello hubiese pasado por ser “el invierno”, porque si la interpretan en el campo en pleno mayo, hacen que los árboles pierdan las hojas y las flores se sequen. Ojo, que yo no les quito mérito a los chavales, que lo del violín debe ser dificilísimo. Apuesto a que yo no acertaría ni a ponérmelo en el hombro. Pero es que aquello sonaba fatal, qué se le va a hacer. Y yo a lo mío, a intentar que nadie notase que estaba ahogándome de la risa en primera fila de un teatro con no menos de 300 ó 400 espectadores. Como sé por experiencia que la mejor forma de que se me pase es morder algo con fuerza, pillé el programa que nos dieron en la entrada y le dejé la mandíbula marcada como para que los de CSI Las Vegas averiguasen hasta mi talla de zapato. Mis diez largos minutos me tiré mordiendo el cartón.

A todo esto, la pareja de mediana edad que estaba a mi derecha (y que yo rezaba para que no fuesen los padres de alguno de los perpetrantes), hacía como que no se fijaba en mí. Y después estaba el tema de mi acompañante, que tenía dos opciones: están los que se contagian, aquello va creciendo y acabamos los dos llorando de la risa mientras el acomodador nos invita a irnos (mi padre); y después están los que te miran serios con cara de “tú eres tonto o qué te pasa” y eso te pone más nervioso aún, con lo que no hay forma de parar. En este caso, mi acompañante era de estos últimos, así que me llevó unos diez minutos tranquilizarme. Cuando llegó el final de la pieza, mientras la gente aplaudía, se me acerca y me pregunta que qué me pasa. Yo le digo que ya se lo contaré al salir (por si los de al lado eran los padres de los aprendices de Paganini), a lo que me contesta: “No te estarás riendo de mí, ¿no?”. Y me volvió a dar el ataque…

En fin, que cuando uno se ríe parece que se lo está pasando bien, pero hay veces que es un auténtico sufrimiento, oye.

P.D.: Pensé que cuando en Los Simpson salían los festivales musicales de los colegios, todo formaba parte del tono general de comedia de la serie. Pues no, es cine neorrealista italiano.

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