jueves, 30 de junio de 2005

La sombra de Sandokán es alargada (3)

Morgue del Tanatorio del Malacca Hospital
Melaka
21 de Junio
2:17 horas

Una vez que abandoné aquel nido de piratas, volví al centro y allí alquilé un coche. Me pareció sorprendentemente barato, hasta que vi que se trataba de uno de estos carritos con dos barras en los cuales un señor delgadito y pálido corre tirando de otro señor orondo de traje blanco y sombrero que va sentado en la cestita mientras se seca el sudor con un pañuelo moquero. También advertí que en este caso el vehículo se me suministraba sin fuerza motora, es decir, no lo traía ningún señor que corría. Me advirtieron en la agencia que eso ya entraba dentro de la catalogación de “taxi” y no tenían licencia para ese tipo de alquileres. Cuando les comenté que era una chorrada que me dieran ese vehículo para que yo tirara de él comentaron que era cierto, que suelen alquilarlo parejas en las que él le da un romántico paseo a ella y quince minutos más tarde acaba llamándola gorda y que por eso tenían un despacho con un abogado matrimonialista para redondear el negocio cuando les devolvían el vehículo. Por aquello de la diversificación empresarial, ya se sabe.

Sin embargo, en ese momento entró por la puerta un señor orondo de traje blanco y sombrero que se secaba el sudor con un pañuelo moquero. Sin darle tiempo a dar las buenas tardes, le ofrecí mis servicios como taxista por el doble del precio que me había costado el carrito. Si es que soy un tío con unos reflejos mercantiles verdaderamente dignos de envidia y así podría disponer de algo de líquido para mis gastos. Le pareció baratísimo y aceptó. Lo que no sabía yo es que el gordo cabrón iba a Melaka, que está algo así como a tres mil millones de años luz de Kuala Lumpur. Y encima me perdí nada más arrancar. Menos mal que, después de tres cuartos de hora, apareció un policía y él me indicó cómo salir de la rotonda.

A estas alturas del informe te preguntarás cómo me las arreglo tan bien para entenderme si en el informe anterior la comunicación malayo-yo yo-malayo era un desastre. Con mi desarrolladísimo sentido de la percepción sensorial, me di cuenta de que hablan igual que mi hermano pequeño cuando intenta contarte lo bien que lo pasó jugando en el parque mientras engulle un bocadillo de Nocilla. Corto y perezoso, pero impelido por la necesidad, me compré un tarro de kilo y medio más un 33% gratis y una barra de pan de molde. Cada vez que quiero entenderme con alguien, me meto una rebanada untada hasta las cachas en la boca y la comunicación fluye como un pote de judías verdes por el tracto digestivo.

Siete horas de carrera más tarde, mientras me cagaba entre agónicos estertores pulmonares en el inventor de la Nocilla y en la Real Academia Malaya de la Lengua, llegábamos a Melaka, el simio obeso y yo. Me dio un dólar de propina y, mientras él se despedía sonriéndome sin parar: “Zenkiu, zenkiu, zenkiu…”, yo le decía en un perfecto castellano que se lo podía empujar recto arriba hasta que los nudillos le hicieran tope.

Intenté encontrar la forma de volver a la capital, pero anochecía ya y busqué acomodo. Allí mismo, al otro lado de la plaza, había un sitio con buena pinta. Cuando entré, el poco bullicio que había en el hall desapareció por completo y vi que el recepcionista me miraba con los ojos demasiado abiertos para ser un oriental. Cuando me dijo el precio de una habitación individual con baño, torné mi gallarda figura hacia la puerta y salí por ella sin perder un ápice de la hidalga compostura que me caracteriza. La madre que lo parió, tendría que haber llevado al orangután yankee hasta Laponia para poder pagarme una noche en ese cuchitril. Pero, como bien sabemos los superhéroes, la venganza es un plato que se sirve frío. Me quedaré con el nombre del antro grabado en mi memoria y, cuando el destino, caprichoso él, tenga a bien volver a cruzar nuestros caminos, seré yo quien se ría de ellos. Tuve que separarme un poco, pues el letrerito quedaba un pelín alto. Tres manzanas más allá por fin conseguí leerlo sin que me crujieran las cervicales: “Princess Bay Port Hilton Malaysian Luxury Excelsior”. Que se preparen….

Bajé toda la calle hacia lo que parecía un mercadillo nocturno que estaba especialmente animado, para ser las 3 de la mañana. Un corrillo de gente gritaba señalando al alfeizar de una ventana mientras mujeres, ancianos y niños huían despavoridos. Cuando me acerqué a ofrecer mis inestimables superpoderes a la afligida muchedumbre, observé que sobre el alfeizar reposaba un pequeño jilguero, de tonos que iban del fucsia al azul eléctrico y que piaba como los ángeles, a pesar de que era obvio que acababa de caerse en un charco de aceite. Pobres infelices, pensé, su escuálida constitución física les hace temer hasta al más inocente de los pajarillos. Con un joven de rostro desencajado tratando de impedirme el paso y tres plañideras colgando de mi lustrosa capa, me acerqué al lugar donde se encontraba el jilguero, aparentemente ajeno a aquel revuelo. Cuando me detuve allí y dije “pio pio”, mis cuatro rémoras enmudecieron, me miraron fijamente, miraron al jilguero y desaparecieron dejando una nubecilla de polvo tras de sí. Algo parecido le sucedió al resto de la marabunta, los cuales se apelotonaban tras el recodo de la callejuela y asomaban vagamente un ojo. Jaja, pobrecillos, pensé, a saber los cuentos con que las mamás asustan por estos lares a los niños que no quieren tomar la sopa. En medio de aquel silencio, sólo interrumpido por el tierno gorjeo de nuestro amigo alado, alcé mi mano hacia el jilguero, ofreciéndole apoyo a sus patitas en mi dedo índice, y le llamé. “Cuchi cuchi”. Esta vez fue el jilguero el que enmudeció y me miró fijamente.

Lo que sucedió a continuación me lo llevaré a la tumba. Aún pretendo que la Marvel glose mis heroicas aventuras en una serie de cómics de corte oscuro y expresionista. Anotar simplemente dos cosillas:
1 – Procurarme un traje de malla para meter debajo de mi traje de superhéroe.
2 – La comadreja malaya de hocico chato (comadrejis malayis morrusrrasus) se alimenta de jilgueros fucsiazules (jilguerus aceitosus). No quiero estar a menos de 20 kilómetros de una de esas comadrejas en lo que me quede de vida.

Cuando desperté ya me encontraba aquí, tumbadito en uno de esos cajones con carriles de sala de autopsias. Según el reloj de la pared, llevo aquí 6 días. La puerta de la sala está cerrada con llave y hay un pestazo aquí que no hay quien pare. Hará unos tres días que recuperé la consciencia. Aporreé la puerta gritando con todas mis fuerzas, pero no pasaba nada. De vez en cuando veía a un vigilante, pero ni cuenta se daba de mis insistentes llamamientos de atención. Al día siguiente, pegando la oreja bien al conducto de ventilación oí comentar lo del accidente de la motocicleta que se empotró contra un puestecito de fruta. Parece ser que medió la diosa Fortuna y sólo hubo 72 muertos y un par de cientos de heridos de diversa consideración, a decir de los galenos. Como la camioneta que llevaba a los fallecidos al tanatorio pasó por la calle donde yo yacía tras mi desafortunado lance avícola, me subieron al montón y aquí vine a parar. El hecho de estar atrapado se debe a que había veintitantos leprosos en el cargamento y nos tienen en cuarentena. Ayer por la noche por fin conseguí que el vigilante me viese cuando estaba pegado al ventanuco de la puerta chillando y aporreando la puerta como un descosido. Jamás pensé que las leyes de la física permitieran semejantes muecas en una cara ni correr tan rápido por un pasillo. Hoy ha venido otro vigilante.

Bueno, he puesto en marcha todas mis supercapacidades suprahumanas y, como mucho, en 34 días conseguiré salir de aquí. Según lo haga, te enviaré el presente informe y seguiré mis pesquisas. Intuyo que nos vamos acercando…

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